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Autor: Comunicaciones
02 de Octubre de 2025
Tiempo de lectura: 3 minutos
Julián Bravo habla sin alzar la voz. Cuenta que detuvo el sexto semestre de Optometría tras un nuevo episodio de rechazo. “Mis ojos lo son todo”, dice. Desde 2015 vive entre consultas, lentes y quirófanos: tres trasplantes corneales antes de los 25, dudas sobre seguir estudiando y la decisión —otra vez— de volver a clase el próximo año.
Su historia no es una rareza clínica. Es un espejo de lo que ocurre a diario en consultorios y hospitales: jóvenes que descubren que la claridad de su visión depende de un tejido tan frágil como indispensable, y que enfrentan decisiones que van más allá de lo médico.
El patólogo Jorge Andrés Franco, de la Facultad de Medicina de El Bosque, lo resume con una imagen poderosa: la córnea es un tejido transparente en apariencia simple, pero en realidad es una arquitectura de capas que se comportan como engranajes invisibles. Si alguno de ellos se altera, el conjunto pierde su claridad.
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Esa delicadeza explica por qué un trasplante exige cuidados extremos. A diferencia de otros órganos, la córnea suele ser mejor tolerada gracias a lo que los expertos llaman “privilegio inmunológico”. Pero esa ventaja desaparece si la inflamación crea vasos donde no deberían existir. Entonces, lo que parecía seguro se convierte en un terreno de rechazo y opacidad.
El doctor Franco también recuerda que detrás de cada trasplante hay un entramado social y legal. En Colombia, la presunción de donación —según la cual todo ciudadano es donante a menos que haya expresado lo contrario— ha permitido salvar cientos de córneas cada año. Existe incluso la figura de “urgencia cero” para quienes están a punto de perder la visión, que asegura prioridad en la lista nacional. Sin embargo, la mayoría de los tejidos provienen de Medicina Legal, en especial de muertes violentas, mientras que los hospitales aportan muy poco. Esa realidad hace que el acceso a un trasplante dependa tanto de la técnica como de la cultura y la confianza social en la donación.
La otra cara de la enfermedad la ofrece el docente, doctor Marcelo Carrizosa, de nuestro Programa de Optometría. Desde su consulta en la Universidad El Bosque ha visto cómo el queratocono se diagnostica con más frecuencia en pacientes jóvenes e inclusive niños: en los últimos tres años. La mayoría comparte un hábito aparentemente trivial pero decisivo: frotarse los ojos. Ese gesto, repetido día tras día, provoca inflamación y debilita la estructura corneal. En niños con alergias crónicas, la fricción puede desencadenar la enfermedad incluso a los seis años. Detectarlo temprano es crucial: un diagnóstico oportuno, medicamentos adecuados y la educación a las familias para evitar el rascado pueden prevenir un trasplante.
El contraste lo muestran los adultos que llegan tarde. El doctor Carrizosa narra el caso de un repartidor de 29 años que acudió porque necesitaba ver mejor para trabajar. Su córnea estaba opaca, cicatrizada, y la única alternativa era un trasplante. Migrante y sin seguro médico, su historia refleja el costado social del queratocono: no solo nubla la visión, también compromete la educación, el empleo y la subsistencia. En estos escenarios, la continuidad del tratamiento no depende solo de la voluntad del paciente, sino también de su capacidad económica y de la existencia de un sistema que lo sostenga.
Los oftalmólogos y docentes de nuestra Universidad, María Fernanda Isaza y Luis Guillermo Isaza, añadieron un matiz crucial: la mejor cirugía es la que no se hace. Hoy, los trasplantes por queratocono son menos frecuentes gracias a técnicas que estabilizan la córnea y permiten ganar tiempo.
El crosslinking, por ejemplo, endurece el tejido con la ayuda de luz ultravioleta y vitamina B, evitando que se siga deformando. Los anillos intraestromales, por su parte, ofrecen soporte adicional y mejoran la visión en ciertos grados de la enfermedad. Estas alternativas no sustituyen el trasplante, pero retrasan su necesidad y, en muchos casos, logran que nunca se llegue a él. El resultado es un cambio en la práctica: hace veinte años un oftalmólogo podía realizar hasta dos trasplantes de córnea al mes; hoy, gracias a estas técnicas, basta con uno cada año y medio.
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Lo que los tres especialistas subrayan es que el éxito no termina en el quirófano. El compromiso con el tratamiento es un vínculo de por vida entre el paciente y su equipo médico. Las gotas, los controles periódicos, el seguimiento cercano son tan importantes como la cirugía misma. Un rechazo puede prevenirse si se detecta temprano, pero se convierte en una complicación grave si el paciente abandona la consulta. El acompañamiento también es emocional: la ansiedad y la frustración son parte del cuadro, y requieren médicos capaces de escuchar.
Julián lo sabe de primera mano. Antes de su primer trasplante no entendía la magnitud del problema. El rechazo de la segunda córnea lo llevó a cuestionarse su vocación. Con el tercero, encontró un motivo para seguir. “Este trasplante ha salido de la mejor manera”, dice con una sonrisa tímida. Su promesa es sencilla: volver a estudiar, retomar el rumbo que la enfermedad le arrebató.
La suya no es solo una historia médica. Es también una advertencia: la ciencia puede devolver la transparencia a la córnea, pero la verdadera claridad surge de la educación, la empatía y la capacidad de escuchar. Como dice el doctor Carrizosa, cuando un paciente sale de la consulta con una sonrisa, ya se ha hecho mucho por él. Y en palabras del doctor Franco, cada córnea trasplantada es más que tejido: es la posibilidad de que alguien vuelva a ver y, con ello, de volver a ser visto.
El Taller del Enfoque Biopsicosocial, organizado por la Facultad de Medicina de la Universidad El Bosque, fue precisamente el escenario donde estas voces se encontraron: pacientes que narran su vida entre consultas y trasplantes, y expertos que insisten en la prevención, la educación y el acompañamiento integral. Más que un espacio académico, fue una invitación a mirar la salud visual desde la complejidad de lo humano, donde cada historia clínica se convierte también en una historia de resiliencia y comunidad.
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